Con frecuencia, parafraseando a Borges, uno puede decir que le agradece a la vida más los libros que ha leído, que los que ha tenido la oportunidad de escribir. Y con la “La Guerra y la Paz”, del escritor ruso León Tolstoi (1828-1910) sucede exactamente eso; porque se trata de una novela que fue escrita para la eternidad.
La vigencia de esta novela es a todas luces asombrosa. Tal vigencia no radica en el maravilloso anecdotario realista con el que está tejida, puesto que, de haber sido así no hubiera pasado de ser un sencillo pero rico documento histórico, sino en el enorme y complejo edificio moral, humanístico y personal que Tolstoi logró levantar, para darnos una lección invaluable sobre los horrores y la imbecilidad de la guerra.
Con esta novela se aprenden muchas cosas. Una de ellas es que la ausencia de guerra no es necesariamente la paz.
Este ha sido, por décadas, el error de la mayor parte de los políticos occidentales, que han tenido algo que ver en el diseño del mundo contemporáneo. Hoy, tal aserto es más poderoso que nunca, cuando se encuentra en la prensa, en los debates académicos y políticos, la creencia de que una paz armada garantiza la serenidad suficiente para crear y producir de forma fluida y efectiva. Y esta creencia encuentra su expresión más aberrante en el postulado reciente de la “guerra preventiva”, al lado de un conjunto incierto de afirmaciones militaristas que poca gente recuerda solo pertenecen al siglo XIX.
En los 559 personajes, bien caracterizados y fáciles de recordar, que recorren las páginas de La Guerra y la Paz, se encuentra una tipología llamativamente contemporánea de aquellos individuos que hacen esfuerzos ingentes, y aquellos que los combaten, por legitimar la guerra y la cultura que la genera antes y después del accionar militar. Campesinos, obreros, soldados, burgueses, comerciantes, intelectuales, radicales, mujeres, niños y otros son articulados en un juego histórico y cultural que solo busca explicar cómo se llega a la guerra y la herencia que se recoge después de ella.
No es posible tener una idea cabal de lo que compone el escenario de la historia y la cultura contemporánea sin haber leído obras como esta de Tolstoi, en la cual se encuentra posiblemente el mejor registro de las miserias y horrores que genera la guerra en la conducta de los hombres y de las sociedades en su conjunto. Otros como él, reacuérdese a Zun Tzu y a Clausewitz, nos trataron de indicar que el quehacer de la guerra no se reduce a los hechos militares, sino al entramado racional y afectivo que la prepara y la sucede. Por eso, las guerras de nuestros días incluyen otros ingredientes que con toda seguridad, en el pasado, solo contemplaban tangencialmente, como son la humillación, el aniquilamiento y la eliminación total de los valores que más aprecia el enemigo.
Con asombro miramos, entonces, cómo Tolstoi nos dice que la guerra supone una cultura determinada, la cual se encuentra detrás de los hombres y las mujeres que la promueven. Dicho quehacer cultural estaría compuesto por una serie de instrumentos y dispositivos, gestos cotidianos y malabarismos institucionales, que constituyen incluso el material con el que estarían hechos también los sueños de esa sociedad determinada. Desde la guerra de Crimea (1854), Tolstoi pudo comprobar la necesidad que siente un cierto conglomerado social para aglutinar valores, instituciones, esfuerzos, emociones y razones a través de los cuales hacer posible la justificación de la guerra. Antes, con la invasión de Napoleón a Rusia, en 1812, tales sinrazones habían encontrado otras vías de acceso, para llegar a las formas de conjuro requeridas por los grupos sociales que quieren la guerra, aún cuando los postulados de la civilización, la religión y la moral indican la inutilidad del esfuerzo.
Tales registros históricos, la ocupación napoleónica, Crimea y la guerra ruso-japonesa de 1904, donde por primera vez una potencia oriental derrotaba a una occidental, integran la parábola moral que de alguna forma nos heredaría la novela de Tolstoi. Sus premoniciones, su profundidad de penetración en los mitos de las colectividades rusas de la época, el estilo de la lengua, las maneras y las modas, el horizonte político e ideológico que legitiman el quehacer de la guerra, y el catálogo de prejuicios que se encuentra detrás de las emociones colectivas que la justifican, aunque no la explican, hacen de esta novela una lectura obligatoria en estos días en que resulta tan normal hablar de la guerra.
Pero hay algo más en la realización artística de Tolstoi que se encuentra férreamente amarrado al valor moral y cultural de sus productos. Él creía que todo arte debería tener una enseñanza ética, y pensaba que, incluso sus trabajos, carecían de valor alguno, puesto que ningún arte, señalaba, desde sus orígenes más remotos, había tenido sentido sino había hecho más integro y humano al hombre. Tal integridad, anotaba inmediatamente Tolstoi, se medía por la capacidad desplegada por cualquier ser humano para que todo gesto solidario tuviera una resonancia social y cultural con la cual lograr cambios de profundidad en los corazones y las mentes de los hombres, individualmente, y de las colectividades.
Este tipo de enseñanzas calaron seriamente en la visión del mundo que hombres como Gandhi vendrían a desarrollar después, siguiendo muy de cerca a Tolstoi. No tiene sentido combatir la guerra y la cultura que la hace posible, sostenía, sino se posibilita una paz que institucional y culturalmente erradique todo gesto evocatorio de las cuestiones militares. La cultura de la guerra debe ser sustituida de manera radical por una cultura de la paz. En estos pensamientos no caben ninguna concesión ni deferencia hacia los que sostienen que solo militarmente se pueden resolver los conflictos sociales, culturales y políticos de nuestras sociedades.
Pero la hipocresía y la moral de doble canto, serían, con mucha frecuencia el disfraz que utilizarían aquellos para los cuales ningún atisbo de paz es posible en sociedades esencialmente hechas para hacer la guerra, como las sociedades occidentales. Y es que ahí está la totalidad de la historia del siglo XX para probarlo, nos dirán. Sin embargo, la brutalidad y las calamidades de que está lleno el siglo mencionado, no constituyen en su totalidad una explicación para seguir reproduciendo ese orden de cosas. La brutalidad nunca será una respuesta para la brutalidad, mucho menos si ésta viene instrumentada con la retórica de la paz, tal y como lo hicieron maravillosamente bien los nazis antes y durante la segunda guerra mundial. Al salvajismo de los nazis lo siguió el salvajismo de la guerra fría, solamente que los escenarios militares se amplificaron e incluyeron a nuevos sujetos en el quehacer de los guerreristas de Washington y Moscú.
Hay que leer de nuevo a Tolstoi para darse cuenta de que, aunque la retórica se ha modificado muy poco, las ideas, por llamarlas de alguna forma, y los afectos en que reposan los argumentos de los guerreristas de nuestros días, los cuales tristemente nos dicen lo mismo que nos han dicho por siglos, siguen portando un nivel de primitivismo tan lamentable como para que su precaria invocación por la paz evidencie el grado de impotencia al que parecen estar acostumbrados los militares de todos los tiempos. Nuestra incapacidad para potenciar la paz hace factible la impotencia que nos da la guerra.
Ricardo Quesada Monge: historiador costarricense (1952)
Revista Escaner Cultural Nº 61
Mayo 2004
La vigencia de esta novela es a todas luces asombrosa. Tal vigencia no radica en el maravilloso anecdotario realista con el que está tejida, puesto que, de haber sido así no hubiera pasado de ser un sencillo pero rico documento histórico, sino en el enorme y complejo edificio moral, humanístico y personal que Tolstoi logró levantar, para darnos una lección invaluable sobre los horrores y la imbecilidad de la guerra.
Con esta novela se aprenden muchas cosas. Una de ellas es que la ausencia de guerra no es necesariamente la paz.
Este ha sido, por décadas, el error de la mayor parte de los políticos occidentales, que han tenido algo que ver en el diseño del mundo contemporáneo. Hoy, tal aserto es más poderoso que nunca, cuando se encuentra en la prensa, en los debates académicos y políticos, la creencia de que una paz armada garantiza la serenidad suficiente para crear y producir de forma fluida y efectiva. Y esta creencia encuentra su expresión más aberrante en el postulado reciente de la “guerra preventiva”, al lado de un conjunto incierto de afirmaciones militaristas que poca gente recuerda solo pertenecen al siglo XIX.
En los 559 personajes, bien caracterizados y fáciles de recordar, que recorren las páginas de La Guerra y la Paz, se encuentra una tipología llamativamente contemporánea de aquellos individuos que hacen esfuerzos ingentes, y aquellos que los combaten, por legitimar la guerra y la cultura que la genera antes y después del accionar militar. Campesinos, obreros, soldados, burgueses, comerciantes, intelectuales, radicales, mujeres, niños y otros son articulados en un juego histórico y cultural que solo busca explicar cómo se llega a la guerra y la herencia que se recoge después de ella.
No es posible tener una idea cabal de lo que compone el escenario de la historia y la cultura contemporánea sin haber leído obras como esta de Tolstoi, en la cual se encuentra posiblemente el mejor registro de las miserias y horrores que genera la guerra en la conducta de los hombres y de las sociedades en su conjunto. Otros como él, reacuérdese a Zun Tzu y a Clausewitz, nos trataron de indicar que el quehacer de la guerra no se reduce a los hechos militares, sino al entramado racional y afectivo que la prepara y la sucede. Por eso, las guerras de nuestros días incluyen otros ingredientes que con toda seguridad, en el pasado, solo contemplaban tangencialmente, como son la humillación, el aniquilamiento y la eliminación total de los valores que más aprecia el enemigo.
Con asombro miramos, entonces, cómo Tolstoi nos dice que la guerra supone una cultura determinada, la cual se encuentra detrás de los hombres y las mujeres que la promueven. Dicho quehacer cultural estaría compuesto por una serie de instrumentos y dispositivos, gestos cotidianos y malabarismos institucionales, que constituyen incluso el material con el que estarían hechos también los sueños de esa sociedad determinada. Desde la guerra de Crimea (1854), Tolstoi pudo comprobar la necesidad que siente un cierto conglomerado social para aglutinar valores, instituciones, esfuerzos, emociones y razones a través de los cuales hacer posible la justificación de la guerra. Antes, con la invasión de Napoleón a Rusia, en 1812, tales sinrazones habían encontrado otras vías de acceso, para llegar a las formas de conjuro requeridas por los grupos sociales que quieren la guerra, aún cuando los postulados de la civilización, la religión y la moral indican la inutilidad del esfuerzo.
Tales registros históricos, la ocupación napoleónica, Crimea y la guerra ruso-japonesa de 1904, donde por primera vez una potencia oriental derrotaba a una occidental, integran la parábola moral que de alguna forma nos heredaría la novela de Tolstoi. Sus premoniciones, su profundidad de penetración en los mitos de las colectividades rusas de la época, el estilo de la lengua, las maneras y las modas, el horizonte político e ideológico que legitiman el quehacer de la guerra, y el catálogo de prejuicios que se encuentra detrás de las emociones colectivas que la justifican, aunque no la explican, hacen de esta novela una lectura obligatoria en estos días en que resulta tan normal hablar de la guerra.
Pero hay algo más en la realización artística de Tolstoi que se encuentra férreamente amarrado al valor moral y cultural de sus productos. Él creía que todo arte debería tener una enseñanza ética, y pensaba que, incluso sus trabajos, carecían de valor alguno, puesto que ningún arte, señalaba, desde sus orígenes más remotos, había tenido sentido sino había hecho más integro y humano al hombre. Tal integridad, anotaba inmediatamente Tolstoi, se medía por la capacidad desplegada por cualquier ser humano para que todo gesto solidario tuviera una resonancia social y cultural con la cual lograr cambios de profundidad en los corazones y las mentes de los hombres, individualmente, y de las colectividades.
Este tipo de enseñanzas calaron seriamente en la visión del mundo que hombres como Gandhi vendrían a desarrollar después, siguiendo muy de cerca a Tolstoi. No tiene sentido combatir la guerra y la cultura que la hace posible, sostenía, sino se posibilita una paz que institucional y culturalmente erradique todo gesto evocatorio de las cuestiones militares. La cultura de la guerra debe ser sustituida de manera radical por una cultura de la paz. En estos pensamientos no caben ninguna concesión ni deferencia hacia los que sostienen que solo militarmente se pueden resolver los conflictos sociales, culturales y políticos de nuestras sociedades.
Pero la hipocresía y la moral de doble canto, serían, con mucha frecuencia el disfraz que utilizarían aquellos para los cuales ningún atisbo de paz es posible en sociedades esencialmente hechas para hacer la guerra, como las sociedades occidentales. Y es que ahí está la totalidad de la historia del siglo XX para probarlo, nos dirán. Sin embargo, la brutalidad y las calamidades de que está lleno el siglo mencionado, no constituyen en su totalidad una explicación para seguir reproduciendo ese orden de cosas. La brutalidad nunca será una respuesta para la brutalidad, mucho menos si ésta viene instrumentada con la retórica de la paz, tal y como lo hicieron maravillosamente bien los nazis antes y durante la segunda guerra mundial. Al salvajismo de los nazis lo siguió el salvajismo de la guerra fría, solamente que los escenarios militares se amplificaron e incluyeron a nuevos sujetos en el quehacer de los guerreristas de Washington y Moscú.
Hay que leer de nuevo a Tolstoi para darse cuenta de que, aunque la retórica se ha modificado muy poco, las ideas, por llamarlas de alguna forma, y los afectos en que reposan los argumentos de los guerreristas de nuestros días, los cuales tristemente nos dicen lo mismo que nos han dicho por siglos, siguen portando un nivel de primitivismo tan lamentable como para que su precaria invocación por la paz evidencie el grado de impotencia al que parecen estar acostumbrados los militares de todos los tiempos. Nuestra incapacidad para potenciar la paz hace factible la impotencia que nos da la guerra.
Ricardo Quesada Monge: historiador costarricense (1952)
Revista Escaner Cultural Nº 61
Mayo 2004
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